Comentario
La eucaristía (del griego eucharistia, acción de gracias) es para muchos el sacramento fundacional del cristianismo, aunque ha sido siempre objeto de gran controversia. Para católicos, ortodoxos y algunos anglicano, el pan (hostia) y el vino ofrecidos a los creyentes se transforman literalmente en el cuerpo y la sangre de Jesús a través del acto de consagración efectuado por el sacerdote. Este misterio de fe recibe el nombre de transubstanciación. Para los luteranos, sin embargo, la idea dominante es la de consubstanciación, es decir, que las sustancias del pan y el vino coexisten con el cuerpo y la sangre. Calvinistas y anglicanos piensan que el pan y el vino no experimentan ninguna alteración, aunque confieren a los devotos el poder del cuerpo y la sangre, un concepto conocido como virtualismo. La mayoría de doctrinas protestantes opina que la eucaristía es sólo un rito conmemorativo, no produciéndose ninguna transformación del pan y el vino. En las Iglesias católica y ortodoxa sólo pueden participar del rito de la eucaristía los fieles bautizados.
Verdadera fuente de la vida sacramental, según santo Tomás, por contener al propio Salvador, la eucaristía representa también el momento culminante del rito de la misa, eje central a su vez de las practicas religiosas cotidianas.
Aunque los sínodos medievales recalcasen una y otra vez que los fieles debían acudir a la parroquia antes de la celebración de la misa para el rezo de maitines, y una vez finalizada aquélla asistir igualmente al canto de vísperas, lo cierto es que esta misma insistencia demuestra el incumplimiento de la norma canónica. Sin embargo, puede afirmarse que a lo largo de la Plena Edad Media el cumplimiento del precepto dominical, ampliado a gran numero de fiestas, se observó masivamente, y ello no tanto por la existencia de un fuerte aparato coercitivo, que en verdad no era aún posible, cuanto por la simple presión del entorno social dominado por los clérigos. La ausencia continua de un feligrés a la ceremonia de la misa, que no dejaba de ser también una clara expresión de la solidaridad de grupo, le hubiera reportado perjuicios difíciles de soportar, especialmente en el medio campesino. Los conocidos lamentos de moralistas y reformadores en torno a la incredulidad de las gentes y sus "iglesias vacías" deben tomarse por ello como simples excesos retóricos, a excepción de cuando se refieren a regiones, como el Midi francés, en donde la herejía se había hecho fuerte.
La legislación eclesiástica ampliaba el precepto dominical a las fiestas de guardar, distinguiendo entre las llamadas mayores o universales, equivalentes al domingo y en las que estaba prohibido realizar cualquier trabajo, y las menores o locales, en las que aun permitiéndose ciertas labores era igualmente preceptiva la asistencia a misa. El número y fecha de estas últimas dependía lógicamente de cada diócesis, aunque en general puede decirse que sumados domingos y festivos llegaban casi al centenar en cualquier lugar de Occidente.
Con el triunfo de la reforma gregoriana se impuso también, desde fines del XI, la supremacía incontestable de la liturgia de Roma sobre otros usos, como el mozárabe o el céltico-escocés, que hasta entonces habían persistido en los limites de la Cristiandad. Por otro lado, desde el punto de vista del laicado, la liturgia de la misa se hizo por completo incomprensible al implantarse, salvo en Escandinavia, el uso del latín, excepción hecha del sermón. El abandono de la lengua vernácula influyó muy negativamente en la acción catequética de la misa, resaltando en cambio el mero ritualismo. El aburrimiento, las conversaciones a media voz e incluso la marcha de los feligreses antes de la finalización de los oficios, fueron lógicas consecuencias de este cambio litúrgico.
En cuanto a los clérigos, tampoco se vieron libres de irregularidades, y así los concilios denuncian en ocasiones la llamada "missa sicca", celebrada sin consagración ni comunión, o en la que simplemente el oficiante no consumía las sagradas especies; las misas "bifaciata", "trifaciata", etc., que constaba de varios introitos, epístolas, evangelios..., aunque de una sola consagración; o las pintorescas misas votivas de origen popular como la "missa nautica", para los peligros de la mar, la "missa venatoria", propiciatoria de la caza, etcétera. Carácter todavía más sorprendente tenía la llamada "missa pro defunctis", destinada a acelerar la muerte del moribundo.
El momento central de la misa era naturalmente el eucarístico. Con motivo de la polémica con Berengario de Tours, los escritores ortodoxos llegaron a afirmar la presencia real del cuerpo y sangre de Jesucristo en el momento de la consagración bajo las especies de pan y vino. Tesis ésta de la transubstanciación que llegaría a convertirse en dogma oficial en el IV Concilio de Letrán, fundamentando así el enorme éxito de la piedad eucarística vivido por esos mismos años. Con todo, la creciente devoción a la eucaristía no modificó de manera sensible la práctica de la comunión, que continuó siendo muy infrecuente.
A partir del siglo XII y coincidiendo con el triunfo de la liturgia romana, la comunión dejó de tomarse de pie y recibida del sacerdote en la mano, para consumirse de rodillas en la forma de la actual hostia y directamente en la boca. Desapareció también entre los laicos la comunión en la especie de vino, aunque se mantuvo hasta el siglo XIV en ciertas regiones europeas la comunión mixta (communio intincta) para el viático o la extremaunción. El rito de la elevación de la hostia tras la consagración, aparecido también en la Plena Edad Media, fomentó grandemente el culto eucarístico, aunque la práctica del sacramento continuó siendo escasa. Por el decreto "Utriusque sexus", el IV Concilio de Letrán señaló la obligación universal de la confesión y comunión anuales en tiempos de Pascua, y nada parece indicar que se sobrepase generalmente este nivel mínimo. De hecho, para el caso de los laicos, la comunión entre tres y seis veces al año se consideraba propia de gente extraordinariamente piadosa.